Siempre fue difícil iluminar mis calles,
sobretodo a sabiendas de mi topografía.
Cuántos precipicios se arrogaban desde dentro,
qué pintaba una ciudad dentro de una quebrada
y tan quebrada que estaba ésta.
Entraste en estas ruinas
sin esperar ver más que destrozos,
calles y más calles
en destino a Ninguna Parte
y aún así,
te enamoraste de ella.
De como las flores descienden por su melena
y su clavícula recoge toda la lluvia.
Como los cerezos se confunden en su boca
y por qué las mariposas nacen en su ombligo.
No hay mejor desfiladero que su cuello
y el escondite que se halla tras sus pómulos.
Que la depresión más profunda
se halla tras sus ojos
y joder,
cómo te gusta ser caída libre por ellos.
Y sus gestos
y esa columna aún en pie en medio de tantos despojos
o de sus vértebras.
Crearías carreteras en sus caderas
para matarte en sus curvas,
menuda hostia eso de tenerla de frente
y sonriendo.
No hay accidente geográfico más bonito
que cuando encoje las cejas,
se cruza de brazos
y besa el silencio.
Dan ganas de morderle los enfados
y tirar de ellos.
De dejarla echa polvo,
sí,
pero de risa;
menudos seísmos provoca su garganta,
te hace temblar.
No sé si de ella
o de ese miedo por perderla,
romperla,
deshacerla,
quererla mal.
No quieres que nadie la descubra,
ni que descubra que es perder el equilibrio por ella;
de verla trasnochar
y decir
que el mundo es más bonito cuando duerme.
Y cómo va a saberlo ella,
si no se ha visto dormir.
Y cómo vas a saberlo tú
sino durmiendo en sus avenidas;
en sus vueltas, en sus idas,
pero sobretodo en sus
«quédate,
aunque tengas motivos para irte»
que tanto repite
cuando llueve.